Somos esclavos de aquello que callamos porque callamos cuando tenemos miedo. Cuando sentimos la necesidad de decir algo y no podemos, o no nos lo permitimos, equivale a reprimir una emoción, y las emociones reprimidas terminan somatizándose a nivel físico.
Sin embargo, cuando nos procuramos un momento de cabeza fría, también vale la pena mirar dentro de nosotros y observar cuál es la creencia que está detrás de aquello que queremos decir y que nos reprimimos. Esa creencia es la real fuente del miedo, y como creencia que es, bien puede ser reemplazada por otra, o bien verificada o descartada.
En servicio,
Santiago
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DUEÑO DE LO QUE HABLA Y ESCLAVO DE LO QUE CALLA
Cuando nos sentimos incómodos con que el otro, ya sea el cónyuge, un amigo o un familiar, es común preguntarnos: ¿Cómo decir lo que pienso acerca de lo que está pasando en esta relación, sin que surja un conflicto que termine con todo?
La sabiduría popular afirma que uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice; los adultos aconsejan a los niños no decir, no hablar, los compañeros de clase recomiendan no contarle al profesor, las cónyuges piensan que mejor muertos que confesos.
Lo grave es que, como en la profecía que se cumple, hablar termina siendo peligroso: los mayores pueden calificar al niño de irrespetuoso y atrevido, el cónyuge se puede ofender y resentirse. Todo pareciera indicar que el remedio es peor que la enfermedad. Dentro de esta perspectiva, se acepta que para mantener una relación se puede usar la mentira o el silencio, que la desconfianza puede crear relaciones duraderas o, peor aún, que vale la pena sacrificar el amor y la libertad si con ello se conserva una relación.
Sin embargo, a pesar de lo que las costumbres recomiendan, lo más doloroso que nos puede pasar no es perder el nexo con alguien; es, más bien, convertirse en el esclavo de esa relación, perder o renunciar al derecho de decir lo que se piensa, de sentir lo que se siente. Y es que en verdad cuando un ser humano renuncia a expresarse, se enferman su alma y su cuerpo.
Son muchas las personas que en la consulta relatan sus padecimientos emocionales y cuentan desprevenidamente sus enfermedades, sin establecer las conexiones. No es raro entonces, que las personas que tuvieron que guardar silencio mientras eran criticadas y gritadas, estén desesperadas y digan que ya no resisten y que además tengan problemas de audición; o que quienes tuvieron que ver violencia en sus casas no solo no puedan defenderse de los ataques de otros sino que, además, presenten defectos de visión; o que quien ha sufrido muchas pérdidas y desengaños sufra del corazón.
Recuerdo el relato de un hombre adulto, exitoso tanto en su trabajo como socialmente, que se quejaba de sentir claustrofobia. No podía subirse a los ascensores, en los trancones le provocaba bajarse del carro y salir corriendo, sudaba frío y le daba taquicardia. Al conversar fue surgiendo una información importante: también en la relación con su papá se sentía atrapado.
Su padre era un hombre de negocios importante, pero se había vuelto muy dependiente del hijo. Lo llamaba permanentemente, le consultaba hasta el más mínimo detalle de lo que hacía pero, sobre todo, consideraba que tenía derecho de buscarlo a cualquier hora y en cualquier momento. Se dolía si percibía que el hijo se molestaba.
Le pregunté qué pasaría si hablaba claramente con él. Me dijo “ni se te ocurra, eso es imposible, mi papá nunca entendería que me está estorbando, él me enseñó y me ayudó a ser lo que soy. Sería muy difícil para él”. Le comenté: “Parece ser que te sientes con tu papá como frente a los trancones y al ascensor. En realidad sabes que no son peligrosos, pero pierdes tu autonomía y tu bienestar físico y mental.”
“Pero, ¿cómo decirle lo que pienso sin herirlo? ¿Cómo le voy a decir lo cansón que se ha vuelto?”, se preguntó.
Qué complejo que en nuestra cultura pensemos que la única manera de construir un cambio en una relación es partir de hacer una lista de los defectos del otro y no de la expresión libre y sincera de nuestras necesidades. Afortunadamente, nuestro hombre de negocios encontró que podía expresar su necesidad de privacidad y, en simultáneo, dejar claro que quería acompañar a su padre.
Y es que es muy diferente expresar mis necesidades a acusar al otro por tener defectos. En el primer escenario asumo y me hago responsable de lo que pido, es decir, trato al otro con amor, y en el segundo pretendo que el otro se sienta culpable, intento dominarlo.
Sin embargo, a pesar de que las costumbres recomiendan el silencio o la sumisión para no afectar la permanencia de los vínculos, lo único que puede construir un mundo donde el amor, y no el miedo, sea el protagonista, es la expresión libre de nuestras necesidades y el compromiso elegido y no obligado de buscar los medios para que todos estemos bien.
Por: María Antonieta Solórzano
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