martes, 29 de junio de 2010

AMIGO MUNDO


Clara vivía en una isla llena de luz, llamada Cerdeña.

Era una niña bonita, con el pelo negro, la piel morena y muchas pecas.

Llevaba una vida tranquila, hecha de días tan jugosos como las cerezas. Cereza tras cereza pasaban el otoño y el invierno y volvía la primavera.

Correteaba si era de día, dormía cuando estaba cansada, le gustaban los cuentos y no le tenía miedo a nada.

Pero un día, su mamá cayó enferma y de repente toda la casa enmudeció.

Nadie gritaba, nadie contaba cuentos pero, sobre todo, nadie decía cuándo se iba a curar mamá.

Clara se asustó. ¿Y si mamá se moría?

No, no. No podía ser. Todavía mamá tenía que comer muchas cerezas con ella. Y contarle cuentos. Se acordó de uno en el que un niño recorría el mundo buscando la flor del mañana, que hacía nacer un día detrás de otro.

Decidió buscar esa flor y ponerla junto a su mamá, para que llegase mañana, y luego otro mañana, y todas las cerezas del mundo.

Una tarde luminosa, se marchó. Siguió un camino con curvas y, sin darse cuenta, se encontró en medio del campo.

El campo era una hermosa mujer cubierta con matas y arbustos, llena de madrigueras y aromas.

—Amiga Campiña —dijo Clara—, ¿sabes dónde está la flor del mañana?

—Yo te lo diré —contestó un escarabajo volador—, pero antes tienes que contarme un cuento.

—Vale, Zumbón —accedió la niña.

Se sentaron y le contó uno de los cuentos que sabía.

Zumbón, muy contento, le dijo:

—¡Qué historia tan bonita! Ven.

Y juntos se fueron al río.

El río era un joven larguirucho, radiante y serpenteante, vestido de burbujas, que jugaba con troncos y guijarros.

Zumbón dejó a Clara que preguntase.

—Amigo río, ¿sabes dónde está la flor del mañana?

—Te lo diré —dijo una mariquita— si me cuentas un cuento.

—Vale, Bolita —accedió Clara.

Acercó su boca a la cabecita de Bolita y le susurró una bonita historia de las muchas que sabía.

Bolita, satisfecha, dijo:

—¡Qué historia tan bonita! Ven.

Clara, Zumbón y Bolita llegaron a la cima de una colina bajo el cielo.

El cielo era un joven muy apuesto, aturdido por la luz, a veces salpicado por nubes y gritos de pájaros.

—Amigo cielo —dijo Clara, que ya se había dado cuenta de qué iba esto—, ¿quién viene ahora?

—¡Yo! —contestó una mariposa volando desde el cielo hasta su nariz.

—¿También quieres que te cuente una historia, Pajarita? —preguntó Clara mirándola con picardía.

La mariposa respondió que sí y quedó encantada al escuchar el cuento.

Entonces, le dijo a Clara: «¡Mira!».

Clara miró: el cielo se lavaba la cara con naranjas, era el atardecer.

—Escuchad, amiguitos —les dijo Clara a sus tres acompañantes—. Conozco los cuentos. Hay que repetir lo mismo siete veces, y a veces más, para conseguir algo. Pero mi mamá está enferma, pronto llegará la noche y necesito la flor del mañana. ¿Podemos saltarnos algunos pasos?

—Para saltarnos algunos pasos —explicó Zumbón— necesitamos a Picasaltos.

Picasaltos, el saltamontes, estaba agotado al final del verano y descansaba tumbado en una hoja.

Aunque se hizo de rogar un poco, al final saltó, con sus largas patas, las pruebas repetidas de los cuentos.

Y así fue como Clara, Zumbón, Bolita, Pajarita y Picasaltos se saltaron siete pasos y siete insectos bajo el manto silencioso de la noche.

La noche era una vieja revieja, vestida de negro como las ancianas del pueblo, con su gran y oscuro chal abierto al cielo cuajado de estrellas.

—Amiga noche, por favor, es muy tarde. ¿Puedes decirme dónde puedo encontrar esta flor?

—¿Para qué la quieres?

—Para mi mamá.

—Y tú, ¿qué me das a cambio?

—Una granada.

—¿Y qué más?

—Pastas de almendra, cuentos de magos, sal de mar.

—¿Y qué más?

—Y... quinientos días míos con chichones en la cabeza. ¿Quieres más?

—Me basta —contestó la noche—. Eres una niña generosa. Sigue a Cucumía.

En ese momento, una lechuza blanca voló hasta el hombro de Clara y le dijo: «Vamos».

Y se fueron Clara, Zumbón, Bolita, Pajarita, Picasaltos y Cucumía caminando por la tierra adormecida, bajo la silenciosa amiga noche llena de estrellas.

El viaje fue larguísimo.

—Has hecho bien —le dijo Cucumía— al regalarle a la amiga noche quinientos días. Además es vieja y se le olvidan las cosas. Puede que hasta te los regale ella a ti.

—Yo no quiero días, sólo quiero encontrar la flor —le respondió Clara.

Así, caminando y hablando, llegaron a la entrada del pueblo cuando ya amanecía.

El amigo cielo estaba del color de los higos chumbos casi maduros.

De repente, el insecto Zumbón, la mariquita Bolita, la mariposa Pajarita y el saltamontes Picasaltos se posaron sobre un jacinto reventón que abría sus corolas hacia un lirio del camino. La lechuza Cucumía revoloteó encima y dijo:

—Aquí tienes tu flor del mañana, Clara.

La niña la cogió y llegó el amigo día.

Cuando entró en casa, su mamá estaba mejor. Menos mal que nadie se había dado cuenta de que Clara había pasado la noche fuera. Excepto su amigo Raimundo, el joven vecino que les solía visitar y que le contaba muchas historias. Le guiñó un ojo y le dijo:

—Sí, me callo, pero luego me cuentas.

—Por supuesto, amigo Mundo —sonrió Clara—, te lo contaré.

Bruno Tognolini

Amigo Mundo

Zaragoza, Edelvives, 2009